13 de septiembre de 2025

Le Tour de Nava…

Por: Javier Zacarías 


En aquellos años felices y sin frenos, pertenecíamos a un club de ciclismo llamado Club Halcones de Piedras Negras. El alma de ese club era Fidencio, dueño de un taller de bicicletas y motos localizado por la calle Guerrero, entre Galeana y Victoria. Ahí mismito donde hoy uno pasa y todavía se alcanza a oler el aceite quemado de los buenos tiempos.

Mis amigos y yo éramos los más chiquillos del club. Las verdaderas estrellas eran los adultos como Juan Abel Hernández, Checo Gonzalez y Lalo Ramírez entre otros amigos de su rodada, que se paseaban en motocicletas pesadas con manubrios altos, al más puro estilo Rebeldes sin Causa. Nosotros, humildes ciclistas de banana, los veíamos como si fueran los Avengers en dos ruedas.

Fidencio organizaba carreras locales bien ambientadas. Una de las más recordadas era la de la calle López Mateos: desde la Carta Blanca (donde ahora hay un centro comercial) hasta Román Cepeda (donde estaba el restaurante El Mezquite). Se armaba tremendo ambiente. Las aceras llenas de gente, la raza echando porras, y uno ahí, echándole pierna como si fuera Greg LeMond.

Primero corríamos los de las bicis bananas —chiquillos con sueños grandes— y luego venían los mayores, con ciclistas de toda la región midiéndose contra los nuestros.

A pocos días llegó el anuncio: la carrera del año. Nada menos que el Tour de Nava, edición de petatiux. Una competencia histórica en la que, por primera vez, se correría de Piedras Negras hasta Nava por la carretera 57. Los mayores harían la ruta completa de ida y vuelta, y nosotros, los juveniles, hasta la garita del kilómetro 22 y de regreso a la meta frente a la escuela Altamirano.

¡Estábamos emocionadísimos! 

Tanto que entrenábamos todos los días. Dábamos vueltas como trompos en la plaza principal y en las noches, por la López Mateos. Pero nosotros queríamos más. Y a alguien —yo no fui, conste— se le ocurrió la brillante idea de practicar la ruta real: de Piedras Negras al kilómetro 22… ¡por la carretera! ¿Qué podía salir mal?

Sin avisar a nadie, un sábado en la mañana salimos en bola desde casa de Balo Hernández. Le dijimos a nuestros papás que andaríamos jugando basket en el gimnasio municipal (clásico pretexto de los inocentes con planes turbios). No había celulares, así que vivíamos libres de toda vigilancia satelital. ¡Qué tiempos!

El escuadrón lo formábamos: Balo Hernández, La Rana de la Paz, Óscar de los Santos, Víctor Herrera, Homero Hernández y yo. Con nuestras bicicletas bananas y mochilas de esperanza, nos lanzamos carretera abajo. Era un sábado soleado, sin MICAREs, ni termoeléctricas, ni camiones carboneros en el camino. Pedaleábamos felices, con el viento en la cara y sin noción de peligro. Balo, siempre el más fuerte del equipo, pronto se nos despegó.

En las curvas de Río Escondido (cuando aún no existía el paso a desnivel), los camiones de carga y trailers nos pasaban rozándo. La carretera era de un carril, sin acotamiento. Lo más cercano a una orilla era un zacatal a media pierna.

Llegamos a la garita del kilómetro 22… y a punto de regresar, a alguien se le ocurrió la bendita idea (yo no fui que conste) que le diéramos hasta Nava. Nos miramos y, sin decir palabra, cruzamos como bólidos la garita hacia aquella ciudad por el carril contrario. La puerta estaba abierta, ¡y el espíritu aventurero se nos salió del pecho! Ya encarrerados, nos fuimos con risas nerviosas y corazones latiendo como tambora.

Ya en Nava, nos sentamos en un estanquillo a echarnos una semita y una soda. El señor del local, entre divertido y extrañado, nos regaló unos aguacates  de la región, un manjar naveño que comimos con su cáscara y con galletas saladas. ¡digno de ciclistas épicos! Luego nos tiramos a descansar en la plaza, bajo unos álamos que, honestamente, no recuerdo si existían o si los inventó la emoción.

Antes de regresar, nos detuvimos en el letrero de “Bienvenidos a Nava”. Óscar de los Santos sacó un plumón y ahí, como buenos pioneros del grafiti norteño, pusimos nuestros nombres. “Esto es para la posteridad”, dijimos entre risas.

Pero el regreso… ¡ay el regreso! El sol ya no brillaba igual. Las piernas no daban lo mismo. Y para colmo, Homero, el “riquillo” del grupo traía bicicleta nueva de Western Auto, con diez cambios y piñón trasero de cinco estrellas. Aprovechando la tecnología gringa, se lanzó tras Balo, que ya iba por el kilómetro 10. Nosotros aún batallábamos por el rancho de los Ibarra, donde actualmente está la Coca Cola. La amenaza de llegar tarde se cernía sobre nuestras cabezas… y peor aún: la posibilidad real de una cintareada legendaria.

Y justo llegando a la Villa… ¡que diviso el carro de mi mamá!

Con esos hermosos ojos que mezclaban un susto contenido con un coraje disimulado, me bastó con verla para saber que la había regado. No dijo nada más que un calmado pero asesino:

—“N’hombre… n’hombre… ¡qué bárbaro!”

Subimos las bicis a la cajuela de su carro. Yo, con cara de perro regañado, apenas aguantaba la risa de los otros. Nadie decía nada. El silencio en ese carro decía todo. Yo pensaba: Qué bueno que nos recogió… ya venía fundido, pero ni se me ocurrió abrir la boca, so pena a ganarme un zape entre ceja, oreja y madre.

Después supe que el informante fue Chuy López, un trailero que le traia la fruta a mi papá desde Monterrey. Al vernos por la carretera, le llamó muy alarmado desde la garita aduanal a la Frutería. Nuestros papás ya estaban vueltos locos y nosotros desaparecidos.

Cuando llegó mi papá, me echó la mirada #3, esa que decía: “La riegas diamadre”. No me soltó ni una palabra. Pero esa mirada… ¡uff! Me dejó temblando.

¿Y qué creen? Al día siguiente, mi bicicleta banana desapareció misteriosamente. Oficialmente, quedé fuera del Tour bananero de Nava.

No me dolió tanto perderme la carrera… como ver la preocupación en los ojos de mi mamá. Esa sí me pegó más que cualquier regaño.

Nota de la redacción: La bicicleta apareció milagrosamente una vez concluido el evento.

Pero la moraleja quedó grabada: Una aventura bien contada siempre vale el susto… y la regañada.

6 de septiembre de 2025

Caminito de la escuela…

 


Mi hermana Gloria y yo estuvimos en la Escuela Primaria Federal “Prof. Rafael Ramírez”, ubicada sobre la calle Cuauhtémoc, entre Matamoros y Terán, justo frente a la casa del doctor De Luna y a media cuadra de nuestros eternos rivales de la escuela Modelo.

El camino de regreso a casa era mucho más que un simple trayecto: era una costumbre sagrada, una escala obligada —pero siempre cargada de intención— en la casa de mi abuelita, que quedaba rumbo a nuestro hogar, en la calle Terán entre Galeana y Victoria, allá en la parte alta donde hoy el doctor Gabriel González Guajardo renta a Laboratorios Zamarrón. Allí, “Kia” y yo a diario irrumpíamos con entusiasmo en la cocina donde Doña Simonita, quien con ese cariño cálido y desbordante que la distinguía, nos recibía con una sonrisa que nos iluminaba el día. Horneaba sus empanadas de calabaza y decía que eran para todos, pero nosotros sabíamos muy bien que en realidad las hacía pensando en nosotros.


En esa casa había un cotorro en su jaula, acomodado en el balcón que daba a un gran patio con árboles inmensos. Era su compañero de charla y de canto. El condenado pájaro era corajudo y nomás a ella le respondía. Recuerdo como si fuera ayer cuando un día se salió de la jaula y se fue directo a los árboles, emplumado y altanero, gritándole a mi abuela desde lo alto. Ella, con toda la ternura del mundo, le pedía que regresara… y lo hizo, claro, pero solo cuando le dio su regalada gana, después de que mi güelita se desgañitó todo el día llamándolo.


En la azotea, mis tíos habían montado su improvisado gimnasio de box: costal, perillas, guantes de todos tamaños. Un día mi tío Mando —que años más tarde sería mi compadre— me puso los guantes y se dio el lujo de soltarme un madrazo en la boca, uno tan bien puesto que me hizo chillar con un alarido digno de Neymar cuando lo tocan. De dos en dos subió mi abuela las escaleras, abrazando a su “conse”, y le exigió a mi tío: “¡Pon la cara!”. Luego, con tono solemne, me instruyó: “Dale un trancazo m’hijo, y dale bien fuerte”. Después de consumada la venganza, bajó secándose las manos en el delantal, orgullosa del triunfo de su nieto.


¡Cómo añoro esas caminatas diarias con mi hermana! Mochilas cargadas de libros de texto gratuitos y la cabeza aún más llena de sueños. No sabría decir si yo la cuidaba a ella o ella a mí, con esa madurez natural que siempre tuvo. Prefiero pensar que nos cuidábamos mutuamente… como lo seguimos haciendo hasta hoy, aunque la distancia se empeñe en interponerse sin lograr nunca alejarnos del todo.


En esos tiempos, ni pensarlo que nuestros padres nos llevaran en carro a la escuela: eso no se usaba. “¡A caminar, m’hijo! Y abusado porque llevas a tu hermana”, era la orden diaria de mamá, siempre acompañada de su beso tronado, su apapacho, un pellizco en el cachete, el lonche bien envuelto y el “tostón” para el recreo.


Entonces la escuela se iba en dos turnos: mañana y tarde. Nada que ver con ahora, que a las dos ya están de regreso, desparramados frente a la tele o el celular hasta que se les borra el sueño.


Hace unos días pasé por donde estuvo esa vieja escuela y me llovieron los recuerdos como cascada: los compañeros de salón, las travesuras, los gritos en el recreo, y esa alegría limpia que solo la infancia sabe dar.


Corrían los años sesenta, y participar en educación vial era un privilegio. Montados en aquel banco amarillo, con casco y banda cruzada al pecho, nos creíamos verdaderos agentes de tránsito en la esquina de Cuauhtémoc y Terán, controlando el tráfico —ese tráfico pesado de bicicletas, carritos y chavos a pie— para que nuestros compañeros cruzaran seguros a la escuela.


Recuerdo con ternura las cooperativas, a los maestros, al director, los salones con olor a gis y madera vieja… y sobre todo esas caminatas interminables de ida y vuelta con mi hermana, compartiendo sueños, cuentos y empanadas.


Mi infancia… qué feliz y lejana suena ahora. Pero sigue viva dentro de mí: en los amigos que todavía frecuento, en las calles polvorientas de mi barrio querido, en ese sabor a pueblo que jamás me abandona. Momentos mágicos que conservo intactos, como un tesoro de luz en medio de los días.

2 de septiembre de 2025

¡Pampapapá!

Por: Javier Zacarías


 —¡Pampapapáaa! —gritaba el chamaco con las lágrimas hasta el cuello, cuando sus papás regresaban a casa después de haberlo paseado por la ciudad con la esperanza de que se calmara y, al fin, se durmiera un ratito. El grito lo soltaba con toda el alma, y así podía durar horas, hasta que el sueño por fin lo vencía y le daba tregua a la noche.

La pareja, confundida, analizaba letra por letra ese balbuceo infantil, tratando de descifrar el mensaje oculto en ese grito que se volvía parte de la rutina. No sabían qué significaba exactamente… solo que así eran las noches. Benditas, agotadoras, inolvidables.

Después de la jornada de trabajo, el papá llegaba a casa y era recibido con la emoción de quien aguarda una promesa: “a dar la vuelta en la camioneta”. Ese paseo corto —pero inmenso en significado— recorría las calles tranquilas de un Piedras Negras que dormía temprano, con olor a tierra mojada y banquetas recién regadas por las señoras del barrio. 

Las mecedoras salían a las aceras, se encendían las charlas de vecinos y los saludos brotaban de acera a acera como ráfagas de cariño:

—¡Adiooos! —gritaban con alegría los caminantes, los de la bicicleta y hasta los automovilistas que pasaban lentamente.

Todo era paz. Todo era pueblo.

Mientras tanto, la pareja seguía su paseo nocturno por un Piedras Negras de antaño, callado y sereno. No más de una hora duraba “la vuelta”, pero bastaba para llenar el alma de recuerdos y el corazón de barrio.

Pasar por la Pepsi-Cola era uno de esos momentos mágicos. Desde las jardineras de mosaico café que rodeaban el edificio, uno podía mirar los ventanales donde se embotellaba la bebida.

Era hipnótico ver la maquinaria en acción y a los trabajadores vestidos de blanco hacer su labor con destreza y ritmo.

Un poco más adelante, rumbo al centro, estaba el legendario local de “Las Trancas”, la fuente de sodas más famosa del pueblo.

Ahí se reunían los jóvenes a platicar, a presumir prospectos de noviazgo y a vivir su propio ritual social.

Tenía piso de piedra, mesas y sillas de madera como de jardín, y un patio lateral que alguna vez fue un agradable y fresco rincón.

Frente a “Las Trancas” se erguía majestuoso el Cine Terraza Villarreal, con su amplio estacionamiento lateral de ocho lugares —suficientes en aquellos tiempos.

Las paredes acortinadas dejaban pasar el aire y alguna vez se pintaron de colores para dar un toque alegre al lugar.

Tener ese cine en nuestro pueblo era símbolo de progreso.

Piedras Negras estaba creciendo.

—¡Déle pa’ la cuesta de Las Gringas, papá! — pedían los niños con entusiasmo.

En aquellos tiempos, hablar de usted a los padres era símbolo de respeto… hoy dirían que qué “oso”.

Subir esa cuesta era toda una aventura. De bajada, levantábamos los brazos como en montaña rusa.

Nunca supe bien por qué le decían así a esa curva frente a Soriana. Decían mis tíos que unas gringas, luego de “derrapar” por algún nigropetense, también derraparon su carro en esa curva cuando venían del Chago’s.

—¡Se partieron toda la maceta! —contaban, carcajeándose.

Cuando había con qué, el paseo se alargaba hasta llegar al Chacalito, tajaban de tacos con el sabor más memorable de la infancia.

Pintado de verde con logos de Coca-Cola y con un estacionamiento entre tierra y huizaches, era punto de encuentro y antojo.

El Restaurante Olivo era otro de cajón. Enseguida de las ruinas de la antigua Plaza de Toros, ese restaurante fue testigo de muchas comidas en familia y claro; en nuestra juventud, lugar de reunión después de los bailes. Las desveladas eran autorizadas por nuestros padres en esos días.

Sí señor, ahí donde ahora están Salinas y Rocha y donde estuvieron los Cines Gemelos Cavisa, estuvo un día la plaza de toros.

¿Quién lo diría?

Algunas tardes, mi papá nos sorprendía con una escapada a corretear pelotas.

Una vez fuimos al antiguo aeropuerto de Piedras Negras, ubicado junto a donde estaban los terrenos de la Feria del Sol y actualmente Seguridad Municipal.

El hangar era una construcción de lámina…

Pero teníamos aeropuerto.

El pueblo estaba creciendo.

Recuerdo haber correteado una pelota de fútbol hasta dejarla pelona, raspada por el caliche, y después guardarla con cariño en aquellas redes que usábamos para los balones.

Sencillo, pero imborrable.

Y de regreso…

Al bajar la loma de la Villita, por donde estaba el Gas Morales, la camioneta agarraba vuelo.

Al cruzar las vías de ferrocarril a toda velocidad, la caja resonaba como trueno.

Y entonces, el chamaco soltaba su grito triunfal:

—¡Pampapapáaa!

Los papás se volteaban sorprendidos… y soltaron una carcajada tan sincera que se escuchó hasta el Campestre.

¡Claro!

Eso era lo que quería el güerco. Ese brinco, ese ruido de la caja de la camioneta le hacía el viaje emocionante…

Ese momento de emoción que traducía con su grito: ¡Pampapapá!

Tan sencillo era ser feliz.

Tan fácil era vivir en familia.

Cada quien pa’ su santo…

Por: Javier Zacarías 


En nuestro Círculo Social Deportivo Piedras Negras, el dominó no es nomás un juego: es un deporte de alto riesgo… de perder dinero y amigos.

Porque cuando alguien no juega bien, su compañero no se guarda nada: lo surte de regaños como si fuera niño malcriado, y lo hace con esa voz fuerte que se oye en la barra y algunas veces hasta la palapa.

Jugar de compañeros al dominó es una delicia, pero también es un arte. Aquí se juega la honra, el prestigio y hasta la reputación de la colonia donde vives. No basta con tirar la ficha, hay que saber acompañar, sacrificarse, respetar la mano y pensar como pareja. Si fallas, pues ni modo, regularmente pierdes. Pero si además de eso te pones a tirar basura porque estabas más entretenido viendo el marcador de béisbol en la tele, revisando el WhatsApp, chismeando en Facebook o, peor tantito, poniendo mas atención y entrometiéndote en los chismes que se platican en la barra… entonces ya te cargó el payaso.

Ahí es cuando viene el sermón. Y no cualquier sermón, sino de esos que te hacen recordar cuando tu mamá te gritaba desde la puerta: “¡Te estoy hablando, mocoso!”.

Y en medio del silencio de la mesa aparece la voz firme de Juan Maldonado, mi querido roomaid, que sentencia con desprecio:

“¡Cada quien pa’ su santo!”

Con eso basta y sobra. Traducido al lenguaje dominó del Círculo Social: “Eres un compañero inútil, juega tú solo y que Dios te agarre confesado”.

Hay otros “reclamos clásicos” como aquel que decia nuestro socio Jorge Villarreal QEPD y que de muy mal humor por una mala jugada del compañero decia “hacen hablar a un mudo”! Jajajajaja

Lo bueno es que aquí los regaños duran lo que dura una carcajada. Porque después de la queja vienen las risas, los aplausos irónicos, los “¡ándale compadre, riégala otra vez pa’ perder más rápido!” y hasta la promesa de que la revancha se va a jugar con más calma… (aunque todos sabemos que a la segunda cerveza ya nadie se acuerda de la estrategia).

Así es el dominó en nuestro Círculo Social: entre fichas mal tiradas, fuertes golpes  a la mesa, reclamos, gritos, risas y chascarrillos. Un espectáculo donde cada error se cobra con burlas, pero también con cariño. Porque lo cierto es que, al final del día, no se juega por las rayas… se juega por la amistad, por el relajo, y por esas frases inmortales que se quedan retumbando como eco de cantina.

Y la más famosa de todas, la que nunca falta, la que se ha vuelto casi nuestro himno:

“¡Cada quien pa’ su santo!”

Heroes sin aplausos…

Por: Javier Zacarías 


He visto jugadores buenos, malos y peores… igualito que a los ampayers. La diferencia es que a los buenos jugadores se les aplaude, se les carga en hombros, se les invita a las carnes asadas. Pero a los ampayers… a esos ni las gracias les damos.

Parece que hay que esperar a que se nos muera uno para reconocerle algo: una placa, un minuto de silencio, una medalla entregada a la familia que tantas veces lo regañó por “andar perdiendo el tiempo ampayando”.

Dicen que cuando no notas al ampayer durante un juego, es porque hizo bien su trabajo. ¡Y vaya que es cierto! Pero aunque pasen desapercibidos, su labor es fundamental. Sin ellos, simplemente no hay juego. Y como a cualquier pelotero, también les hace falta reconocimiento.

Aquí en Piedras Negras, escasean los buenos ampayers no por falta de pasión, sino porque no hay condiciones: poca paga, cero respaldo y demasiados gritos. Solo los que traen necesidad… o traen el béisbol en la sangre, se animan a entrar al diamante a soportar el sol, el cansancio y, sobre todo, los insultos.

Porque hay que decirlo: abundan los que confunden el beisbol con un desahogo personal. No van a disfrutar el partido, van a gritarle al ampayer, a hacer sentir su frustración. Y ahí están ellos, firmes, soportando como verdaderos guardianes del juego.

Hace tiempo, en la final de veteranos en Eagle Pass, el buen Manito Mallen hizo tremendo trabajo detrás del plato. Claro, recibió reclamos de los dos lados (porque eso nunca falta), pero no influyó en el marcador. Allá la cosa es diferente: hay más disciplina, más respeto y también mejor paga.

En ese mismo juego hubo peloteros que fallaron en momentos clave —un mal tiro, un ponche con casa llena, un fildeo titubeante— y nadie les dijo nada. Al contrario: sus compañeros se acercaron, les dieron palmaditas y hasta abrazos. Pero que no se equivoque el ampayer, porque entonces sí: ¡que se agarre! Le cae encima toda la frustración acumulada entre semana.

Así no se puede.

Si queremos tener buenos ampayers en el softbol y el beisbol local, hay que apoyarlos, darles su lugar y pagarles lo justo. Eso les toca a todos: ligas, directivos, equipos y hasta los que venden las sodas. Porque si los nuevos prospectos ven cómo se les trata, ¿quién va a querer animarse a entrarle al ampayeo?

Hay que dignificar esa figura. Reconocerlos en vida, no sólo en la despedida. Aplaudir su trabajo cuando lo hacen bien, como a Mallen, y también entender que, como cualquier jugador, pueden equivocarse. Porque estar ahí, en el centro del diamante, ¡está canijo!

La próxima vez que un hombre de azul esté al frente de un juego, pónganse en su lugar. No son invisibles: son parte esencial del beisbol. Y aunque no reciban aplausos, merecen respeto.

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