Por: Javier Zacarías
En aquellos años felices y sin frenos, pertenecíamos a un club de ciclismo llamado Club Halcones de Piedras Negras. El alma de ese club era Fidencio, dueño de un taller de bicicletas y motos localizado por la calle Guerrero, entre Galeana y Victoria. Ahí mismito donde hoy uno pasa y todavía se alcanza a oler el aceite quemado de los buenos tiempos.
Mis amigos y yo éramos los más chiquillos del club. Las verdaderas estrellas eran los adultos como Juan Abel Hernández, Checo Gonzalez y Lalo Ramírez entre otros amigos de su rodada, que se paseaban en motocicletas pesadas con manubrios altos, al más puro estilo Rebeldes sin Causa. Nosotros, humildes ciclistas de banana, los veíamos como si fueran los Avengers en dos ruedas.
Fidencio organizaba carreras locales bien ambientadas. Una de las más recordadas era la de la calle López Mateos: desde la Carta Blanca (donde ahora hay un centro comercial) hasta Román Cepeda (donde estaba el restaurante El Mezquite). Se armaba tremendo ambiente. Las aceras llenas de gente, la raza echando porras, y uno ahí, echándole pierna como si fuera Greg LeMond.
Primero corríamos los de las bicis bananas —chiquillos con sueños grandes— y luego venían los mayores, con ciclistas de toda la región midiéndose contra los nuestros.
A pocos días llegó el anuncio: la carrera del año. Nada menos que el Tour de Nava, edición de petatiux. Una competencia histórica en la que, por primera vez, se correría de Piedras Negras hasta Nava por la carretera 57. Los mayores harían la ruta completa de ida y vuelta, y nosotros, los juveniles, hasta la garita del kilómetro 22 y de regreso a la meta frente a la escuela Altamirano.
¡Estábamos emocionadísimos!
Tanto que entrenábamos todos los días. Dábamos vueltas como trompos en la plaza principal y en las noches, por la López Mateos. Pero nosotros queríamos más. Y a alguien —yo no fui, conste— se le ocurrió la brillante idea de practicar la ruta real: de Piedras Negras al kilómetro 22… ¡por la carretera! ¿Qué podía salir mal?
Sin avisar a nadie, un sábado en la mañana salimos en bola desde casa de Balo Hernández. Le dijimos a nuestros papás que andaríamos jugando basket en el gimnasio municipal (clásico pretexto de los inocentes con planes turbios). No había celulares, así que vivíamos libres de toda vigilancia satelital. ¡Qué tiempos!
El escuadrón lo formábamos: Balo Hernández, La Rana de la Paz, Óscar de los Santos, Víctor Herrera, Homero Hernández y yo. Con nuestras bicicletas bananas y mochilas de esperanza, nos lanzamos carretera abajo. Era un sábado soleado, sin MICAREs, ni termoeléctricas, ni camiones carboneros en el camino. Pedaleábamos felices, con el viento en la cara y sin noción de peligro. Balo, siempre el más fuerte del equipo, pronto se nos despegó.
En las curvas de Río Escondido (cuando aún no existía el paso a desnivel), los camiones de carga y trailers nos pasaban rozándo. La carretera era de un carril, sin acotamiento. Lo más cercano a una orilla era un zacatal a media pierna.
Llegamos a la garita del kilómetro 22… y a punto de regresar, a alguien se le ocurrió la bendita idea (yo no fui que conste) que le diéramos hasta Nava. Nos miramos y, sin decir palabra, cruzamos como bólidos la garita hacia aquella ciudad por el carril contrario. La puerta estaba abierta, ¡y el espíritu aventurero se nos salió del pecho! Ya encarrerados, nos fuimos con risas nerviosas y corazones latiendo como tambora.
Ya en Nava, nos sentamos en un estanquillo a echarnos una semita y una soda. El señor del local, entre divertido y extrañado, nos regaló unos aguacates de la región, un manjar naveño que comimos con su cáscara y con galletas saladas. ¡digno de ciclistas épicos! Luego nos tiramos a descansar en la plaza, bajo unos álamos que, honestamente, no recuerdo si existían o si los inventó la emoción.
Antes de regresar, nos detuvimos en el letrero de “Bienvenidos a Nava”. Óscar de los Santos sacó un plumón y ahí, como buenos pioneros del grafiti norteño, pusimos nuestros nombres. “Esto es para la posteridad”, dijimos entre risas.
Pero el regreso… ¡ay el regreso! El sol ya no brillaba igual. Las piernas no daban lo mismo. Y para colmo, Homero, el “riquillo” del grupo traía bicicleta nueva de Western Auto, con diez cambios y piñón trasero de cinco estrellas. Aprovechando la tecnología gringa, se lanzó tras Balo, que ya iba por el kilómetro 10. Nosotros aún batallábamos por el rancho de los Ibarra, donde actualmente está la Coca Cola. La amenaza de llegar tarde se cernía sobre nuestras cabezas… y peor aún: la posibilidad real de una cintareada legendaria.
Y justo llegando a la Villa… ¡que diviso el carro de mi mamá!
Con esos hermosos ojos que mezclaban un susto contenido con un coraje disimulado, me bastó con verla para saber que la había regado. No dijo nada más que un calmado pero asesino:
—“N’hombre… n’hombre… ¡qué bárbaro!”
Subimos las bicis a la cajuela de su carro. Yo, con cara de perro regañado, apenas aguantaba la risa de los otros. Nadie decía nada. El silencio en ese carro decía todo. Yo pensaba: Qué bueno que nos recogió… ya venía fundido, pero ni se me ocurrió abrir la boca, so pena a ganarme un zape entre ceja, oreja y madre.
Después supe que el informante fue Chuy López, un trailero que le traia la fruta a mi papá desde Monterrey. Al vernos por la carretera, le llamó muy alarmado desde la garita aduanal a la Frutería. Nuestros papás ya estaban vueltos locos y nosotros desaparecidos.
Cuando llegó mi papá, me echó la mirada #3, esa que decía: “La riegas diamadre”. No me soltó ni una palabra. Pero esa mirada… ¡uff! Me dejó temblando.
¿Y qué creen? Al día siguiente, mi bicicleta banana desapareció misteriosamente. Oficialmente, quedé fuera del Tour bananero de Nava.
No me dolió tanto perderme la carrera… como ver la preocupación en los ojos de mi mamá. Esa sí me pegó más que cualquier regaño.
Nota de la redacción: La bicicleta apareció milagrosamente una vez concluido el evento.
Pero la moraleja quedó grabada: Una aventura bien contada siempre vale el susto… y la regañada.