18 de octubre de 2025

Recuerdos, beisbol y amistades eternas

Aquel domingo de marzo del 2010 decidí romper la rutina y darme un regalo del alma: regresar al estadio de béisbol para presenciar el juego de campeonato de la liga máster entre las Águilas de Eagle Pass y el Club Trípoli de Piedras Negras. Equipos en los que alguna vez vestí el uniforme, sudé la camiseta y compartí momentos que hoy, más que recuerdos, son tesoros de mi vida deportiva.

El estadio —ese viejo coloso eternamente “en construcción” desde que don Daniel Hernández Medrano intentó levantarlo con recursos del sindicato minero de la sección 123— sigue ahí, impasible, con su historia y sus heridas. Localizado en una de las zonas más activas de la ciudad, no ha podido escapar de los enredos legales sobre su propiedad, renta o concesión. Pero esa es otra historia. Lo verdaderamente importante es que, pese a todo, fue un templo de batallas memorables.


El Club Trípoli se coronó campeón con una ventaja clara en el marcador, sellando una temporada de armonía, entrega y respeto entre peloteros, socios y directivos. Un espíritu que se ha transmitido con orgullo de generación en generación. Las Águilas, dignos rivales, vendieron cara la derrota; fue hasta las últimas entradas cuando el pitcheo cedió ante la ofensiva implacable del Trípoli.


No vengo a hacer una crónica del juego, sino a compartir la dicha que me dio vivir nuevamente el ambiente único del deporte de mis amores, y sobre todo, reencontrarme con tantos rostros queridos, compañeros de antaño, amigos de siempre.


Las porras no decepcionaron: matracas, sirenas, trompetas, gritonas profesionales y hasta un silbato de ferrocarril que nos hizo vibrar (y sufrir) cada jugada. El día era perfecto. Lo comentaba el Lic. Jesús Mario Flores Farías, quien animaba la porra tripolita junto a su padre, nuestro entrañable Chuy Mario, pilares y alma del club. Lo acompañaban también mi querido Nene Estrada, relajado bajo su sombrilla playera —siempre fue un gusto verlo tan bien en aquella época—, la Chuta Guzmán, Rogelio González, José Ángel y su padre Don Alfredo, los hermanos Yamanaka, Lico Maldonado y su señora, y muchos otros socios y fieles que han hecho del Trípoli una familia. Algunos ya se nos adelantaron en el camino dejando su esencia en los suyos, otros siguen aqui, fieles al beisbol.


Abrazo a abrazo, saludo a saludo, revivimos glorias y carcajadas, complicidades y jugadas de antaño. 


Cuántos recuerdos caben en una tarde…


Cuando el sol empezó a apretar —por allá de la quinta entrada— me refugié en las sombras de los “palcos”, donde aproveché para ir a felicitar a dos grandes del béisbol local: Enrique “Pilón” Martínez y Gilberto “Pily” Martínez, quienes recibieron un homenaje de la liga por su destacada trayectoria. Ex compañeros de trabajo y diamante, los Martínez han dejado huella en nuestra historia deportiva. Fue emotivo verlos rodeados de su familia, sus amigos del Club Atoyac, y recibir los aplausos mientras los jugadores hacían una valla de respeto.


En el receso aproveché para saborear unos tacos deliciosos y buscar un nuevo rincón desde donde seguir el juego sin que el sol me castigara. Encontré el mejor sitio con Oscar y Lalo Muñoz, en compañía de Francisco “Kiko” Castro y Manuel “Chiva” Valadés. Viejos lobos del béisbol, disfrutaban del juego entre anécdotas, críticas sabrosas de cada jugada y las ocurrencias de Kiko, que siempre arrancan carcajadas. El partido ya estaba definido, así que nos dejamos llevar por la charla y el recuerdo.


Trípoli fue justo campeón. No hay duda. Un reconocimiento merecido a jugadores, directivos y socios que cada año sostienen con pasión y entrega el prestigio de su club. En especial destaco a mi querido amigo de la infancia, José María Cortez, quien bateó de 5-5 como en sus mejores tiempos; a los hermanos Chalios Rodríguez, dueños del montículo; al Nake Ávila, con su experiencia siempre oportuna, y al incansable Augusto Sabido, quien corrió las bases como si el tiempo no pasara.


Fue un domingo de esos que uno guarda con cariño. Un día de béisbol, sí, pero también de reencuentros, de memorias vivas, de amistades que no se oxidan.

Uno de esos días que, más que vivirse, se agradecen… y que urge repetir.


Javier Zacarías 

11 de octubre de 2025

Crónicas…


Bajo el cielo del Terraza Villarreal

“Llévense la bolsa de esquites y las sodas al cine, ahí las venden muy caras”, nos decía mi abuela aquellas noches de verano, cuando junto a mis hermanos y los primos de nuestra edad nos permitían ir solos —sí, solos y a pie— al Cine Terraza Villarreal. 
Nuestros padres se daban un respiro, y nosotros brincábamos de gusto rumbo al cine, cargando la bolsota del número 25 llena de palomitas y las “cocas” escondidas entre los holgados pantalones.

Los empleados del cine ya sabían de nuestro “contrabando” de dulces y refrescos. Se hacían los desentendidos y hasta sonreían al vernos pasar.

Aquel cine era todo un monumento de nuestra frontera. Un edificio amplio donde, bajo el cielo estrellado, se proyectaban las películas más actuales de aquellos tiempos: Tin Tan, Cantinflas, Pedro Infante, Luis Aguilar, Raphael, Rocío Dúrcal…
La pantalla era de concreto, las butacas de fierro pintadas de celeste —para aguantar las lluvias—, y aunque se calentaban con el sol, a nadie le importaba. Lo nuestro era disfrutar, encontrarnos con los amigos y sentir la magia del cine al aire libre, sentados en las primeras filas, riendo y soñando.

Aquel lugar fue uno de los pocos centros de diversión familiar que teníamos en Piedras Negras, y todavía al recordarlo, se me dibuja una sonrisa. Fueron días felices, simples y llenos de vida.


La Nogalera y el río que cantaba

La Nogalera era otro de esos rincones entrañables. Ubicada a orillas del Río de La Villita —el Río Escondido—, justo bajo el puente de La Villa. Quienes vivieron aquí por los 60’s saben de lo que hablo: aquel sitio tenía todo para pasar un buen rato en familia.
Resbaladeros de concreto, pasamanos, columpios, paseos a caballo y, por supuesto, los lugares para la carnita asada o el guiso en la paila.

Pero lo mejor no era el lugar, sino la convivencia. Los domingos esperábamos ansiosos para ir, buscando llegar temprano y alcanzar buen sitio. El río corría entonces con fuerza, limpio y alegre. Había hasta “piélagos”, y los papás nos vigilaban de cerca para evitar que algún remolino travieso nos jugara una mala pasada.

Quién diría que aquel río caudaloso, que hoy apenas es un arroyito y que hace poco mostró su fuerza con la inundación en Villa de Fuente, era en aquellos tiempos un auténtico paisaje vivo… un pedazo de paraíso natural donde crecimos felices.


Eagle Pass: la otra mitad del paseo

Y díganme la verdad… ¿a poco no disfrutaban cruzar a Eagle Pass con sus mamás?
Bueno, yo no tanto —por eso de las caminatas eternas y las esperas en las tiendas—, pero lo hacía con gusto porque sabía que venía la recompensa.

La aventura empezaba desde el puente internacional, aquel de pura estructura de fierro. Ya del otro lado, el recorrido era sagrado: el sótano de la tienda Kress, con su juguetería mágica; Newberry’s, donde además de juguetes había una fuente de sodas que calmaba la sed de tanto caminar por la Main Street; el HEB del centro, las tiendas donde mamá daba los abonos, y al final… una nieve en la Farmacia Rexall. ¡Eso sí era cerrar con broche de oro!

Cuánto disfruté a mi madre en aquella época, aunque me trajera camine y camine entre tiendas y pláticas con sus amigas. Hoy lo recuerdo con el corazón apretado, pero lleno de gratitud.


Chamacos… hoy hay beisbol, y las cervezas se estarán enfriando desde temprano para disfrutarlo enormemente en Le Club.

27 de septiembre de 2025

El Centauro del Norte…


Éramos buenos muchachos, de esos que sabían portarse bien. Estudiábamos con disciplina, cumplíamos nuestras obligaciones como estudiantes y como hijos, y siempre teníamos presente el esfuerzo de nuestros padres, que con tanto sacrificio nos mandaban a estudiar fuera de nuestra tierra. En Guadalajara llevábamos una vida ordenada, con la frente en alto y con la dignidad de quienes saben que no pueden fallar.

Pero también, no nos hagamos, éramos jóvenes. Alegres, deportistas, bullangueros cuando se podía, y claro que había fiestas, reuniones y alguna que otra escapada. Nada fuera de lo normal, nada que nos metiera en líos mayores; simplemente la vida alegre de la juventud, que también merece su espacio entre libros y cuadernos.


Una noche, de esas que se guardan en la memoria, decidimos salir casi todos los que vivíamos en la casa rentada. Íbamos de bar en bar por San Juan de Dios, entre pláticas, risas y canciones. La pasábamos de lo mejor hasta que, de pronto, uno de nosotros desapareció. Lo buscamos por todos lados: en bares cercanos, en la calle, preguntamos a taxistas… y nada. Hasta que alguien nos dio la pista: “Chequen en los separos, a tres cuadras de aquí, no vaya a ser que lo tengan ahí guardado”.


Allá fuimos, medio incrédulos, pero con la esperanza de encontrarlo. Al revisar el registro, su nombre no aparecía en la lista de detenidos. Ya estábamos por ir a un hospital cercano cuando, de repente, desde una ventanita oscura se escuchó esa voz que todos conocíamos:


—“¡Flaco, aquí estoy! ¡Aquí estoy, Flaco!”


Volteamos todos al mismo tiempo y estallamos en carcajadas de alivio. Efectivamente, era él. Volvimos a hablar con el oficial y nos dimos cuenta de por qué no lo encontrábamos en la lista: nuestro amigo había decidido ponerse otro nombre. Cuando por fin salió, con sus cosas en la mano y la sonrisa intacta, nos contó lo ocurrido.


Resulta que lo habían detenido por caminar con una cerveza en la mano, y al momento de dar su nombre, para “no quemarse con la raza de la escuela”, se le ocurrió dar un alias: “Doroteo Arango”. El policía lo miró raro y hasta le dijo que ese nombre se le hacía muy conocido, que parecía que ya había caído antes alguien con ese mismo nombre. Nuestro amigo, con toda seriedad, le juró que era su primera vez.


El ingenio y la ocurrencia nos hicieron reír durante días, y aún hoy, cuando sale esa anécdota en las reuniones, las carcajadas vuelven como si todo hubiera pasado ayer.


Porque al final, así era la vida universitaria: entre el estudio y la responsabilidad, se escondían esas historias alegres que nos unieron y nos marcaron para siempre. Y quizá lo más valioso de todo es que hoy, al recordarlas, entendemos que no eran solo travesuras, sino momentos que nos enseñaron a vivir con gratitud, amistad y la alegría sencilla de ser jóvenes.

20 de septiembre de 2025

Los amigos de la infancia…

Por: Javier Zacarias


A mediados de los años 60, cuando los días transcurrían más despacio y la infancia parecía infinita, comenzaba a tomar forma la Liga Infantil de Béisbol Municipal en mi querido Piedras Negras. Los partidos se jugaban en un pequeño parquecito ubicado por la avenida López Mateos, justo detrás de donde está un negocio de paneles solares. Era un campo sencillo, pero para nosotros, era nuestro estadio de grandes ligas.

Aquellos días tenían un sabor muy especial. Las familias llegaban completas, cargadas de ánimo, sillas plegables y bolsas con fruta fresca. Al terminar los juegos, se compartían sandías, melones, elotes y jícamas como si se compartieran pedacitos de vida. Reinaba esa hermandad pura que solo se conoce en la provincia del norte de México, donde el calor humano es tan generoso como el del sol.

Nuestro primer equipo fue “La Voz del Norte”, patrocinado por el periódico más leído de la época, cuando todavía no llegaban al pueblo los hermanos Carlos y Francisco Juaristi con su periódico El Zócalo. Más tarde ellos también patrocinarían equipos infantiles, contagiados por esa fiebre hermosa de formar a los niños con bat y guante, enseñándoles no solo a batear, sino a crecer en equipo.

Nuestro mánager era don Pedrito Pérez, un verdadero caballero. Tenía una dulzura que contrastaba con el carácter que se requería para dirigir un equipo. A diferencia de otros entrenadores, él no levantaba la voz ni regañaba: educaba con palabras de aliento, con una mano sobre el hombro, con un aplauso sincero o una caricia en la cabeza. Esa forma suya, tan distinta, sembró en nosotros el amor al béisbol y, sin quererlo, nos enseñó a ser mejores personas.

Vivía en la Colonia Americana, y ahí nos citaba al inicio de cada temporada para entregarnos aquellos pesados uniformes de pana que nos hacían sentir profesionales. Su esposa, siempre amable, nos recibía con galletas, leche o un refresco.

Evoco con afecto a muchos de esos compañeros de vida y diamante: Leobardo González, Chema Cortés, Gaby Estrada, Carlos Cruz, Lalo Riojas… y tantos otros cuyos nombres siguen guardados en el corazón.

Cuando don Pedrito se retiró, quien tomó la estafeta fue “La María” Vargas, al frente del equipo de la Farmacia Infantil. Ahí también jugaba mi entrañable amigo José María Cortés Yosikawa, con quien compartí no solo el uniforme, sino aventuras que aún hoy nos hacen reír entre la nostalgia.

Una de esas ocurrió cuando íbamos a recoger los uniformes a la casa de “La Maria” para la temporada. Chemita, con esa impaciencia que siempre lo ha caracterizado, me dijo:

—“¡Vamos a llegar primero por los uniformes, flaco, para escoger el número que queramos!”

Y allá vamos, bajándonos del camión urbano frente a la Minerva. Íbamos corriendo para cruzar la calle para el callejón que ahora lleva a Gutiérrez… yo cruce la avenida Carranza sorteando unos carros y Chemita titubeó. Al intentar seguirme, en su desesperación por cruzar la calle, terminó estampado de frente, cuan flaco era, contra el costado de una patrulla de policía que justo pasaba por ahí.

¡Una patrulla, nada menos! —diría más tarde don Ernesto, su papá— “¿No le pudiste atinar a otro carro, Chemita?”

Golpeado los policías se lo llevaron en la famosa “Julia” al Hospital Civil por si las dudas y para evitar que su papá armara el alboroto que ya se veía venir mientras yo corriendo fui avisarle a nuestro manager de lo ocurrido y de inmediato nos fuimos al hospital Civil en su carro. Por suerte, solo fue un chipote y unos raspones. Nada serio. A final de cuentas, éramos de hule en ese tiempo… ¡carajo!

Y cómo no recordar también a nuestro fan eterno: Pedro “La Pira” Yosikawa, tío de Chema. Cuando digo “fan de toda la vida”, lo digo con el corazón. “La Pira” nos siguió desde nuestros juegos con La Voz del Norte y Farmacia Infantil, hasta nuestros años en la liga de veteranos, alentándonos incluso en los campeonatos con el Club Trípoli. Siempre ahí, bajo el sol o bajo la sombra, aplaudiendo con esa lealtad que solo los verdaderos afectos conocen.

Gracias, querido Pira. Te recordamos con gratitud y cariño, como si nunca te hubieras ido.

Cómo se añoran esos tiempos… cuando el tiempo parecía correr despacio, sin prisa, como si nos diera permiso de saborear cada instante. Eran días en que las horas se llenaban de risas y juegos sencillos, de amigos que se sentían eternos, de la familia que siempre estaba cerca, marcando con su cariño el rumbo de nuestra vida.

Recuerdo cómo la vida se sentía ligera: las tardes parecían interminables, el sol se escondía despacio y cada momento tenía un valor único, aunque en ese entonces no lo supiéramos. Hoy, al mirar atrás, uno entiende que la verdadera riqueza estaba ahí: en los abrazos de la familia, en las voces de los amigos, en esa inocencia que nos hacía creer que el mundo era seguro y bondadoso.

Nuestra infancia no fue perfecta, pero tuvo esa magia que ahora se extraña, esa calma que hoy parece tan lejana en medio de la prisa y el ruido. Por eso, evocarla no es solo recordar, es también volver a sentir un poco de esa paz, de esa alegría sencilla que nos enseñó a vivir.

13 de septiembre de 2025

Le Tour de Nava…

Por: Javier Zacarías 


En aquellos años felices y sin frenos, pertenecíamos a un club de ciclismo llamado Club Halcones de Piedras Negras. El alma de ese club era Fidencio, dueño de un taller de bicicletas y motos localizado por la calle Guerrero, entre Galeana y Victoria. Ahí mismito donde hoy uno pasa y todavía se alcanza a oler el aceite quemado de los buenos tiempos.

Mis amigos y yo éramos los más chiquillos del club. Las verdaderas estrellas eran los adultos como Juan Abel Hernández, Checo Gonzalez y Lalo Ramírez entre otros amigos de su rodada, que se paseaban en motocicletas pesadas con manubrios altos, al más puro estilo Rebeldes sin Causa. Nosotros, humildes ciclistas de banana, los veíamos como si fueran los Avengers en dos ruedas.

Fidencio organizaba carreras locales bien ambientadas. Una de las más recordadas era la de la calle López Mateos: desde la Carta Blanca (donde ahora hay un centro comercial) hasta Román Cepeda (donde estaba el restaurante El Mezquite). Se armaba tremendo ambiente. Las aceras llenas de gente, la raza echando porras, y uno ahí, echándole pierna como si fuera Greg LeMond.

Primero corríamos los de las bicis bananas —chiquillos con sueños grandes— y luego venían los mayores, con ciclistas de toda la región midiéndose contra los nuestros.

A pocos días llegó el anuncio: la carrera del año. Nada menos que el Tour de Nava, edición de petatiux. Una competencia histórica en la que, por primera vez, se correría de Piedras Negras hasta Nava por la carretera 57. Los mayores harían la ruta completa de ida y vuelta, y nosotros, los juveniles, hasta la garita del kilómetro 22 y de regreso a la meta frente a la escuela Altamirano.

¡Estábamos emocionadísimos! 

Tanto que entrenábamos todos los días. Dábamos vueltas como trompos en la plaza principal y en las noches, por la López Mateos. Pero nosotros queríamos más. Y a alguien —yo no fui, conste— se le ocurrió la brillante idea de practicar la ruta real: de Piedras Negras al kilómetro 22… ¡por la carretera! ¿Qué podía salir mal?

Sin avisar a nadie, un sábado en la mañana salimos en bola desde casa de Balo Hernández. Le dijimos a nuestros papás que andaríamos jugando basket en el gimnasio municipal (clásico pretexto de los inocentes con planes turbios). No había celulares, así que vivíamos libres de toda vigilancia satelital. ¡Qué tiempos!

El escuadrón lo formábamos: Balo Hernández, La Rana de la Paz, Óscar de los Santos, Víctor Herrera, Homero Hernández y yo. Con nuestras bicicletas bananas y mochilas de esperanza, nos lanzamos carretera abajo. Era un sábado soleado, sin MICAREs, ni termoeléctricas, ni camiones carboneros en el camino. Pedaleábamos felices, con el viento en la cara y sin noción de peligro. Balo, siempre el más fuerte del equipo, pronto se nos despegó.

En las curvas de Río Escondido (cuando aún no existía el paso a desnivel), los camiones de carga y trailers nos pasaban rozándo. La carretera era de un carril, sin acotamiento. Lo más cercano a una orilla era un zacatal a media pierna.

Llegamos a la garita del kilómetro 22… y a punto de regresar, a alguien se le ocurrió la bendita idea (yo no fui que conste) que le diéramos hasta Nava. Nos miramos y, sin decir palabra, cruzamos como bólidos la garita hacia aquella ciudad por el carril contrario. La puerta estaba abierta, ¡y el espíritu aventurero se nos salió del pecho! Ya encarrerados, nos fuimos con risas nerviosas y corazones latiendo como tambora.

Ya en Nava, nos sentamos en un estanquillo a echarnos una semita y una soda. El señor del local, entre divertido y extrañado, nos regaló unos aguacates  de la región, un manjar naveño que comimos con su cáscara y con galletas saladas. ¡digno de ciclistas épicos! Luego nos tiramos a descansar en la plaza, bajo unos álamos que, honestamente, no recuerdo si existían o si los inventó la emoción.

Antes de regresar, nos detuvimos en el letrero de “Bienvenidos a Nava”. Óscar de los Santos sacó un plumón y ahí, como buenos pioneros del grafiti norteño, pusimos nuestros nombres. “Esto es para la posteridad”, dijimos entre risas.

Pero el regreso… ¡ay el regreso! El sol ya no brillaba igual. Las piernas no daban lo mismo. Y para colmo, Homero, el “riquillo” del grupo traía bicicleta nueva de Western Auto, con diez cambios y piñón trasero de cinco estrellas. Aprovechando la tecnología gringa, se lanzó tras Balo, que ya iba por el kilómetro 10. Nosotros aún batallábamos por el rancho de los Ibarra, donde actualmente está la Coca Cola. La amenaza de llegar tarde se cernía sobre nuestras cabezas… y peor aún: la posibilidad real de una cintareada legendaria.

Y justo llegando a la Villa… ¡que diviso el carro de mi mamá!

Con esos hermosos ojos que mezclaban un susto contenido con un coraje disimulado, me bastó con verla para saber que la había regado. No dijo nada más que un calmado pero asesino:

—“N’hombre… n’hombre… ¡qué bárbaro!”

Subimos las bicis a la cajuela de su carro. Yo, con cara de perro regañado, apenas aguantaba la risa de los otros. Nadie decía nada. El silencio en ese carro decía todo. Yo pensaba: Qué bueno que nos recogió… ya venía fundido, pero ni se me ocurrió abrir la boca, so pena a ganarme un zape entre ceja, oreja y madre.

Después supe que el informante fue Chuy López, un trailero que le traia la fruta a mi papá desde Monterrey. Al vernos por la carretera, le llamó muy alarmado desde la garita aduanal a la Frutería. Nuestros papás ya estaban vueltos locos y nosotros desaparecidos.

Cuando llegó mi papá, me echó la mirada #3, esa que decía: “La riegas diamadre”. No me soltó ni una palabra. Pero esa mirada… ¡uff! Me dejó temblando.

¿Y qué creen? Al día siguiente, mi bicicleta banana desapareció misteriosamente. Oficialmente, quedé fuera del Tour bananero de Nava.

No me dolió tanto perderme la carrera… como ver la preocupación en los ojos de mi mamá. Esa sí me pegó más que cualquier regaño.

Nota de la redacción: La bicicleta apareció milagrosamente una vez concluido el evento.

Pero la moraleja quedó grabada: Una aventura bien contada siempre vale el susto… y la regañada.